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martes, 22 de julio de 2008

El fin del neoliberalismo


por Joseph E. Stiglitz -

El mundo no es amable para con el neoliberalismo, ese saco de ideas basadas en la noción fundamentalista que los mercados son auto correctores, que distribuyen eficazmente los recursos y que sirven el interés general.

Es el fundamentalismo del mercado que sostuvo al thatcherismo, a la “reaganomics” y el “Consenso de Washington”, favorables a las privatizaciones, a la liberalización económica y los bancos centrales independientes preocupados solo por la inflación.

Después de un cuarto de siglo de experimentos en los países en desarrollo, los perdedores aparecen claramente: aquellos que adoptaron una política neoliberal no solo perdieron la carrera hacia el crecimiento, sino que cuando hubo crecimiento, benefició en modo desproporcionado a los más ricos.

Aun si los neoliberales rehúsan admitirlo, su ideología fracasó también con relación a otro criterio, el de la asignación de recursos, como ocurrió a fines de los años 1990 con las inversiones consagradas a la fibra óptica. Este error tuvo al menos una ventaja inesperada: el costo de las comunicaciones bajó y la India y China se integraron más en la economía mundial.

Pero ninguna consecuencia positiva acompañó la mala asignación de recursos en gran escala en el sector inmobiliario. Las casas nuevas que pertenecen a familias que no tenían los medios de pagarlas cayeron en ruinas y millones de personas se encontraron en la calle. En algunos casos el gobierno tuvo que intervenir para salvar lo que podía serlo y, cuando no lo hizo, el daño progresó.

Cierto, la inversión excesiva en el sector inmobiliario fue portador de beneficios a corto plazo: algunos estadounidenses compraron casas más grandes de lo que hubiese sido posible de otro modo. ¿Pero a qué costo para ellos mismos y para la economía mundial? Con su casa, millones de personas perderán sus economías de toda una vida. Y las expulsiones en el sector inmobiliario trajeron consigo una ralentización de la actividad en el ámbito mundial. Hay consenso respecto de las previsiones: la ralentización será general y de larga duración.

Al mismo tiempo, los mercados no nos habían preparado para el alza del precio del petróleo y de la alimentación. El problema de fondo es que la retórica del mercado se usa en modo selectivo: se la reivindica cuando sirve intereses particulares y se la rechaza cuando no es el caso.

Uno de los raros éxitos que se le pueden adjudicar a George W. Bush es el de haber reducido el foso entre la retórica y la realidad, comparado con Ronald Reagan que, a pesar de todos sus discursos en favor de la libertad de los mercados, impuso en toda libertad restricciones comerciales y en particular la famosa limitación “voluntaria” a la exportación de automóviles japoneses.

La política de George Bush ha sido peor, pero su desfachatez para ponerse al servicio del complejo militaro-industrial estadounidense es mucho más aparente. Solo una vez la administración Bush tomó una medida en favor del medio ambiente; fue cuando se aprobaron subvenciones favorables al etanol, cuyo interés ecológico es dudoso.

Esta mezcla de retórica a favor de la apertura de los mercados y de intervención gubernamental ha sido particularmente nociva para los países en desarrollo. Se les ha dicho que no intervengan más en la agricultura, lo que equivalía a poner en peligro a sus campesinos frente a la competencia irresistible de los EEUU y de Europa.

Sus agricultores hubiesen podido, tal vez, competir con los del Norte, pero no podían entrar en competencia con sus subvenciones. De modo que los países en desarrollo invirtieron menos en la agricultura y el foso alimentario se agigantó.

Dicho de otro modo, en un mundo de abundancia, millones de personas en los países en desarrollo aun no pueden alcanzar un mínimo nutricional. En muchos de esos países el aumento del costo de la alimentación y de la energía tendrá resultados desastrosos para los más menesterosos porque estos dos consumos representan una gran parte de sus ingresos.

La cólera en el mundo es palpable. No es sorprendente que los primeros inculpados sean los especuladores. Que responden que ellos no son la causa del problema: “Nosotros buscamos simplemente el justo precio”. Lo que quiere decir que descubrieron que la oferta es insuficiente.

Pero su respuesta adolece de falta de franqueza. Si esperan un alza de precios y la volatilidad del mercado, centenares de millones de agricultores tomarán precauciones. Ganarán más si almacenan existencias que venderán mas tarde. Si no lo hacen, no podrán recuperarse el año próximo si la cosecha es menos abundante. Algunos granos retirados del mercado por centenas de millones de agricultores en diferentes sitios del planeta terminan por representar una cantidad apreciable.

Los defensores del fundamentalismo de mercado quieren cargarle la responsabilidad del fracaso del mercado no a la economía de mercado sino al gobierno. Un alto responsable chino habría declarado que el problema reside en que, frente a la crisis del sector inmobiliario el gobierno estadounidense no hizo lo suficiente para ayudar a la población más modesta. Yo estoy de acuerdo con él, pero eso no cambia la realidad: los bancos estadounidenses administraron
mal los riegos, y eso a una escala colosal, con consecuencias mundiales, mientras los dirigentes de esas instituciones partieron con miles de millones de dólares de indemnizaciones;

Hay, hoy en día, una separación total entre los beneficios sociales y los intereses privados. Si no se les une cuidadosamente, la economía de mercado no puede funcionar en modo satisfactorio.

El fundamentalismo neoliberal es una doctrina política al servicio de intereses privados, no reposa sobre una teoría económica. Es ahora evidente que tampoco reposa sobre una experiencia histórica. Esta lección es el único beneficio que podemos sacar de la amenaza que pesa sobre la economía mundial.


JOSEPH E. STIGLITZ, premio Nobel de economía 2001, es profesor en la Universidad de Columbia (New York).

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