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sábado, 9 de agosto de 2008

El infierno y después por Jorge Arrate

Jorge Arrate
Intervención a propósito del libro de Michael Lazzara “Después del infierno”, Editorial Cuarto Propio, Santiago, 17 de julio de 2008, Sala Ercilla, Biblioteca Nacional.

Desde “El infierno” a “Después del infierno”, han pasado quince años y del libro “El Infierno” recuerdo sólo lo central. En la opinión de Sola Sierra, la autobiografía de la protagonista no aportó mucho más de lo que se sabía. “Después del infierno” tampoco agrega al conocimiento de los hechos que constituyeron brutales y sistemáticas violaciones a los derechos humanos durante la dictadura de Pinochet.

El libro de Michael Lazzara no es una investigación periodística destinada a descubrir secretos o develar verdades escondidas. Su valor radica en que es nada más ni nada menos que una nueva visita al lugar que muchos no han querido visitar o que a otros cuesta visitar. La sociedad chilena postdictatorial ha incorporado con serias limitaciones, con enormes dificultades, llena de remilgos, de eufemismos, de mentirillas, la experiencia de los delitos de lesa humanidad cometidos entre 1973 y 1990. La recepción del pasado por el mundo político ha tendido muchas veces a ahogar ese capítulo en la timidez del enfoque, en la levedad de los tonos, en la ambigüedad de los pactos, con sus líneas explícitas y sus implícitos no escritos. Pocas veces ha emergido desde la política una voluntad terminante que abra espacio a la verdad dolorosa y a la conflictiva justicia que debiera sopesarla.

Verdad y justicia, perdón y reconciliación, verdad y justicia, perdón y reconciliación. Dos ejes han organizado en la postdictadura las visiones contrapuestas respecto al pasado. Entre ellos ha fluctuado la política y sus protagonistas durante el postinfierno, con el movimiento por los derechos humanos y sus abogados como protagonistas principales. El resultado son más de cincuenta condenas a torturadores y asesinos, comenzando por el jefe de la DINA, y cerca de seiscientos procesados por tortura, homicidio o desaparecimiento en juicios aún no fallados. Pero el balance registra también la frustrada condena a Pinochet por los tribunales chilenos, la mezquindad de la política de reparación, la no aprobación del Tratado de Roma por el Congreso, la subsistencia de la ley de amnistía de 1978, el año en que la protagonista del libro que hoy presentamos comenzó a alejarse de los servicios de inteligencia y represión. Por otra parte, es significativo considerar como una victoria del movimiento por los derechos humanos el hecho que, a pesar de intentos perseverantes y a diferencia de otros países del continente que sufrieron dictaduras, no haya habido hasta ahora “ley de punto final”.

“Después del infierno” nos desafía. El libro de Lazzara nos señala que no han sido olvidados los episodios de inhumanidad que se anidaron en las Fuerzas Armadas chilenas, que son todavía parte de un presente que lleva en sí mismo los signos del pasado por más que se niegue a reconocerlo. Y la protagonista, más allá de la veracidad de sus respuestas o de los propósitos de su reaparición, sobre los que no deseo especular, reafirma su aceptación de responsabilidad en los hechos que relata.

¿Verdad y justicia? ¿Perdón y reconciliación? Si nos identificamos con el primer eje, como es mi caso, sin el cual el segundo eje pierde sentido, después de “Después del infierno” lo que es deseable es la verdad y la justicia, y ello no será posible plenamente, como correspondería, mientras no se derogue o anule la ley de amnistía de 1978 y los tribunales puedan investigar y condenar sin trabas a los protagonistas de relatos como “El Infierno” y a otros.

¿Perdón y reconciliación? Ambos conceptos acompañan desde 1990, el año de su declaración ante la Comisión Rettig, a la figura principal de este libro. A nivel social ambos tuvieron, con repetido énfasis durante un largo período, la bendición oficial desde la Iglesia Católica y desde altas autoridades de gobierno. Ambas inspiraron varias tentativas legislativas y de otro carácter destinadas a “cerrar heridas”, a “abrir caminos de reencuentro”, a acelerar los procesos que perturbaban a los victimarios, a oficializar el perdón o al menos el olvido. Ambas fueron, aún sin esa intención, una presión sobre las víctimas y sus familias, y sobre ciertas organizaciones, partidos y dirigentes políticos, haciéndolos aparecer como figuras rencorosas, portadoras de odio. Un nuevo castigo a los injustamente castigados.

La divisa de esta visión es que “todos somos víctimas”. Y, en cierto sentido, extremando las cosas, todos lo fuimos, en distintos grados, con marcas de diversa intensidad. Hasta los victimarios, hasta el jefe principal de los victimarios que a lo mejor en una noche de insomnio se asomó algo abrumado a sus culpas y se consideró una víctima… de sí mismo, por supuesto, o de sus propias circunstancias. Por eso se circula por “El Infierno” y ahora por “Después del infierno” con una mezcla de repulsión y de compadecimiento.

Pero la falencia de aquella visión reside en que si bien pudiera llegar a admitirse que, en el sentido señalado, todos somos víctimas, no todas las víctimas fuimos victimarios.

Hace diecisiete años, cuando fue hecho público el Informe Rettig, utilicé en un foro televisivo un juego de palabras que fue luego repetido en diversas ocasiones y ha llegado a ser una fórmula bastante habitual: unos cometimos errores, otros horrores.

La “franja gris” que anota Primo Levi puede ser angosta o puede ser muy ancha y existe no sólo en los campos de concentración. Bajo el terror, ¿quién no trató de sobrevivir? Allende, no porque no amara la vida, sino porque se sentía deudor, a su pueblo y al futuro de su pueblo, de un gran gesto. La gran mayoría, ¿qué hizo por sobrevivir? ¿Esconderse, cambiarse de ciudad, cambiar de nombre, huir, asilarse, exiliarse, mentir, alejarse de toda actividad política? Una minoría se expuso y enfrentó el terror. Muchos perdieron la vida. Recordarlos, honrarlos, no significa ignorar la “franja gris” o “exaltar” indebidamente a los mártires. El punto es que, aunque eran todos seres humanos imperfectos, en ellos reside buena parte de la fuerza moral que sostiene la lucha por los derechos humanos. Sin ellos, el olvido, el perdón forzado, la reconciliación impuesta desde el mundo oficial habrían, pienso yo, avasallado a la verdad y la justicia. Chile habría sufrido una lobotomía y seríamos como el catálogo de la Biblioteca Nacional o del Archivo Nacional o del canal público de televisión, con un gran vacío entre 1970 y 1973 y luego un registro de la verdad oficial de la dictadura hasta 1990. Sólo las cenizas de libros, documentos, fotografías y películas quedarían de lo que se dijo entonces, de lo que se murmuró en los diecisiete años siguientes.

El perdón es un acto individual que cada uno ha de plantearse según su conciencia. La reconciliación ha sido, incluso más allá de la voluntad de quienes la han impulsado con buena fe, una fórmula política para procurar un cierre al capítulo de los derechos humanos en la post dictadura.

Se sostiene en “Después del infierno” que quizá la muerte de todos los protagonistas del quiebre social y político de 1973 y de los años posteriores, pueda traer consigo la “reconciliación”. Es una visión errada, pienso, pienso y deseo. Me explico: en los días recientes un General retirado del Ejército, que ejerció como Vice Comandante en Jefe durante la dictadura y luego fue Senador designado, fue encargado reo y encarcelado por presunciones fundadas sobre su responsabilidad en crímenes cometidos por agentes del estado en 1987. La noticia tuvo repercusión, pero fue largamente superada por el jarro de agua cuyo contenido lanzó una estudiante de nombre Música al rostro de una Ministra de Educación que, impertérrita, no dio signos de escuchar a la niña que denunciaba la represión de que había sido víctima, ella y sus compañeros, durante manifestaciones callejeras. La propuesta de expulsión de Música de su liceo, la acusación ante los Tribunales de Familia y luego ante la Fiscalía correspondiente, hicieron posible desplazar de los grandes titulares noticiosos los avatares de la detención del General Sinclair.

Un importante episodio en la historia de la lucha por los derechos humanos en Chile pasó a segundo plano ante el impulso irreverente de una niña de 14 años y la fiereza de la reacción oficial. El Arzobispo de Santiago se refirió a Música como “pobre niña”, cuando, si la noticia del General hubiera sido más llamativa, su espíritu piadoso seguramente lo habría impulsado a decir “pobre hombre”. La Ministra de Educación hizo una referencia a las “hormonas” de la niña, y no mencionó las del General. En su descargo, habrá que decir que el machismo chileno no acostumbra atribuir a los hombres comportamientos hormonales… Y, además, que en el caso de marras no pareciera ser un elemento decisivo, ante la evidencia de la reiteración, hasta el fin, de la costumbre de matar.

Sin embargo, la noticia sigue desenvolviendo su madeja: los padres de Música lucharon en los años 80 activamente contra la dictadura y su abuelo fue directivo de una institución pública en el gobierno de Allende y preso y exonerado político. El pasado nos interviene incluso cuando el predominio mediático del poder económico conservador no lo quiere, esta vez en el fondo del agua de un jarro.

Esos mismos medios han dado a conocer el reciente esfuerzo de la famosa Fundación Simón Wiesenthal por encontrar al “Doctor Muerte”, ahora, cuando debería tener, si viviera, 94 años. Se le busca por hechos ocurridos hace cerca de setenta. Pero ese mismo sistema de medios ha sido paladín en Chile del perdón forzado y la reconciliación impuesta.

El libro de Michael Lazzara, nos recuerda que el infierno tiene un después y que ese después no ha terminado. Como él señala bien, cada lector se formará un juicio. Y, agrego yo, perdonará o no según su conciencia. Al Estado cabe hacer justicia porque lo que ocurrió en el infierno, la verdad de lo que allí ocurrió, no merece amnistía ni prescripción.

Jorge Arrate
Intervención en el foro a propósito del libro de Michael Lazzara “Después del infierno”, Editorial Cuarto Propio, Santiago, 17 de julio de 2008, Sala Ercilla, Biblioteca Nacional.

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